Víctor Jou
Si este hombre no hubiera existido, Barcelona sería una ciudad mucho más lúgubre. Nació en Plaza Real mientras los barrenderos recogían los desperdicios en coches de caballo y las meretrices hacían cola en la calle, esperando pasar su revisión médica. Estudió en La Salle y, como vía de escape al tufo de la posguerra, buscó oxígeno en las montañas con jóvenes catalanistas. “El año en que cumplí treinta años lo pasé en Londres. Allí descubrí el Marquee y conocí los movimientos contraculturales. Al volver, asistí a los conciertos de música progresiva que Oriol Régas organizó en el salón Iris, frecuenté la Enagua, el bar de la calle Casanovas donde emergió la contracultura local, y decidí montar un local en el que los músicos estuvieran a tres palmos del público”.
En aquel tiempo, Víctor Jou, que era perito industrial y trabajaba en el Colegio de Arquitectos, tuvo la suerte de ir a parar al célebre edificio de la calle Génova que acaban de construir Lluis Clotet y Oriol Tusquets. “Aquella casa de pisos, puertas abiertas, una antecedente del edificio Walden, fue financiada por el padre de Ana Briongos y se convirtió en una increíble escuela de vida en el la que nos encontramos hippies, undergrounds, psicodélicos y progresistas: Joan Brossa, Gabriel Ferrater, Marta Pessarrodona, Pau Maragall, el psicodélico Damià Escuder, que también vivía en un seiscientos que caligrafió con un bolígrafo, Martí Capdevila que iba y venía de la India y daba cursos de cocina macrobiótica. En uno de aquellos pisos, unos jóvenes fabricaban LSD y, durante una temporada, se instalaron en la mía unos traficantes que acabaron desvalijándomela. Las movidas nocturnas eran diarias, íbamos de piso en piso, pasaban muchos extranjeros y bastantes noches llegaron a dormir en mi casa quince personas. Lo malo es que al día siguiente yo trabajaba. Y al volver a casa, muchas tardes me encontraba mi cama ocupada. Fue algo increíble que no se puede repetir”.
Zeleste fue el local más emblemático de la España alternativa durante la década de los setenta. Interconectó a gentes de diversa procedencia social a la izquierda de los divinos de Boccacio y fue el foco de Música Laietana, Música Progresiva y Onda Mediterránea. “Con Pepe Aponte, que fue el arquitecto, nos fuimos calentando y decidimos buscar un local en un barrio no contaminado. Hacía dos años que habían desmantelado el mercado central del Borne y el barrio estaba lleno de locales abandonados. Descubrimos uno del siglo XIV que nos gustó. Había sido fábrica de cera, capilla y almacén de paños. Nos costó dos años abrirlo porque lo pagamos con nuestros sueldos y con una hipoteca al 19%. Conseguir los permisos fue otra pesadilla. La primera actuación fue en 1973, poco después de abrir: Gato Pérez y su banda. Y se produjo una movida brutal desde el inicio. Tuvimos la suerte de vivir un movimiento social muy interesante que no llegó a nada porque en gran medida fue absorbido rápidamente. Los que no se dejaron integrar, como muchos de los instrumentistas experimentales de aquellas bandas que hoy son profesores, se automarginaron voluntariamente cuando se impuso la moda de la gente guapa y de los bares de la zona alta”.
Los noches locas de Zeleste las viví con mucha intensidad en las primeras épocas del Ajo, cuando en Barcelona no había más prensa interesante que la underground, que fue la que creó un estado de opinión que unos cuantos locutores de Madrid como García Pelayo, Trecet o Montcho Alpuente recogieron desde emisoras oficiales y que tanto ayudaron a concienciar a un público que deseaba apartarse de los Cuarenta Principales. Las actuaciones de Pau Riba, Sisa, Pan y Regaliz, La Dharma, Orquesta Mirasol, Toti Soler, Lole y Manuel, Los Smash, Jordi Sabatés, El Gato, Oriol Tramvia, entre otros, despertaron un sinfín de emociones y aderezaron ligues y proyectos que los asiduos al local de la calle Platería consumíamos a la velocidad del relámpago. “Muchos recuerdos de aquellas épocas se me han borrado de la cabeza a causa de la enorme pugna por sobrevivir. En 1975, monté el primer Canet Rock, un día mágico que consolidó nuestra Onda Mediterránea. Músicos y artistas se fueron aglutinando hasta que creamos un sello discográfico, una empresa de management y una escuela colectivizada de música con veinte aulas y más de quinientos alumnos”.
Víctor Jou es un hombre tímido con fama de duro que supo sortear muchas trampas. Un día, un guardia urbano de Sants le ofreció la posibilidad de cerrar el local una o dos horas más tarde cada noche a cambio de un porcentaje sobre la facturación extra. “La policía me amenazaba con cerrarme el local cada veinte minutos. Venían y me pedían permisos y comprobantes de manera exagerada. A aquel urbano, le razoné que debía consultar a mi personal, que era muy sindicalista y que se llevaba un porcentaje. Así me lo saqué de encima”.
En agosto de 1979, se inició una remodelación que debía durar un mes con un presupuesto de cuatro millones. “El local se nos venía abajo, hubo que apuntalarlo y reforzar los cimientos con el temor de que si nuestro edificio se derrumbaba, los colindantes también caerían. Las obras duraron un año y nos costaron cuarenta millones. Una pasada. Y el nuevo local pintado de blanco no funcionó. La gente se sintió traicionada. Gato Pérez, un día antes de actuar, me dijo: ‘si no lo pintas rojo carruaje, yo no toco’. El personal, los amigos y yo mismo cogimos los pinceles y cumplimos su deseo en menos de doce horas”. Entre 1980 y 1985, años en los que se impuso el desencanto y en los que la heroína hizo estragos, actuaron en aquel extraño Zeleste los monstruos legendarios del Jazz norteamericano, del flamenco y de la música hindú, a dos metros del público y por dos mil pesetas.
En los ochenta, los espacios alternativos de pequeño formato dejaron de seducir. Y Víctor montó un Zeleste con tres escenarios en Poblenou. El incumplimiento de unas aportaciones de capital pactadas y los manejos de ciertas mafias precipitaron una quiebra que ocho años más tarde fue declarada ilegal y anulada por un fiscal anticorrupción. Víctor, que se había casado y tenía dos hijas, “tuve la primera a mis cincuenta años”, recuperó la gestión del local con más deudas que nunca y tuvo que venderlo a una empresa que gestiona discotecas. “La ciudad es un parque temático, el Maremagnum un disparate porque no es bueno concentrar locales en la nada y en La Ribera la especulación urbanística ha multiplicado por catorce el valor de las casas en quince años”.
Y este pedazo de leyenda sale de mi casa para cuidar a su hija que se le ha puesto mala.