Marta Figueras
Ser productor de cine de autor y mantener una ética y un criterio depurado ante los proyectos que vas a levantar en Barcelona o en cualquier ciudad es una profesión difícil por no decir imposible.
Marta es una mujer torbellino que consigue incendiar los ambientes que habita. “Estoy en un momento duro. He tenido éxitos pero mi situación financiera es calamitosa y no paran de decirme que me venda, que me convierta en una máquina de producción, que haga proyectos fáciles de levantar y rápidos de subvencionar, o esas series que compran las cadenas de televisión. Lo cierto es que el público español todavía no da para esta dicotomía de proyectos. Pero yo sigo metida en lo que de veras me creo. Acabo de conseguir que Filmax apoye mi pequeña productora, Bailando con todos, para rodar El Triunfo, la novela de Casavella sobre el Barrio Chino”. Y se lamenta de que nuestro cine esté en manos norteamericanas desde que el PP abolió los cupos de distribución de películas españolas. “Las distribuidoras norteamericanas entre El señor de los Anillos y Harry Potter han copado durante estas Navidades 450 salas. ¿Cuántas películas españolas van a poder hacer la taquilla necesaria para que el producto no se arruine a causa de esta saturación?”.
Una tarde, hace cuatro años, Marta me telefoneó para invitarme a un pase de la película de un joven realizador que había rodado en Nueva York. Acudí con mis colegas de Ajoblanco y nos gustó la apuesta. Desde entonces, guardo el vídeo de Hotel Room de Cesc Gay y cuando algún creador extranjero me pregunta por el cine que se hace acá le paso esta cinta. “Desde Barcelona se puede hacer cine siempre que sea exportable. Los mejores directores experimentales están aquí. Guerin, que es un genio, Jordà, Marc Recha o Laura Mañà, quien ha dirigido una de las películas que más me ha gustado últimamente, Sexo por compasión. Kranpack, por ejemplo, de Cesc Gay, les ha dado un porrón de millones, y Lluvia en los zapatos de María Ripoll es excelente. Lo que sí ha hecho daño al cine catalán es el que la Generalitat primara por encima de todo la política lingüística. Resultaba más fácil rodar La taranyina que hacer películas que interesaran fuera”. Por fortuna, los tiempos en los que el nacionalismo se merendaba cualquier proyecto que no comulgara con sus credos simplistas han pasado. “El mundo cultural barcelonés se está recuperando tras años de apatía. Vuelvo a divertirme y a ver cosas curiosas. El ciclo de cine Ambigú del Apolo. La obra que el artista Lluís Bisbe montó este verano en el parque de atracciones de Montjuic. La gente se encuentra, se comunica, se junta para hacer cosas aunque las instituciones sigan ancladas en proyectos como el 2004 que dan vergüenza. Pensar que se van a gastar tanto dinero para tan poco contenido es lamentable”.
Marta, a quien últimamente me encuentro en los lugares más insospechados, me arrastra junto a su compañero hasta el pase de un ciclo de cine animado en el hall del FAD. Jóvenes con greñas y pelos desordenados están cómodamente tumbados por los suelos ante la pantalla. Se apoyan en bolsas de colores, en mochilas y rebosan concentración y entusiasmo. Cuatro horas más tarde, en el Kentucky del Chino, nos encontramos con varios artistas e iniciamos una refrescante conversación de la que se desprende que ya nadie espera nada de las instituciones. Algo en el ambiente me transporta a la Barcelona civil y libertaria de 1975. ¿Qué está pasando en mi ciudad? No es casual, pienso, que a esta aventurera, que supo romper un destino de cuento de hadas e inventarse una vida de cine, la conociera en una tertulia cultural, la del Mombasa en 1993, donde un grupo de activistas culturales nos planteamos la necesidad de romper la apatía de una ciudad ensimismada. La idea cuajó. Nacieron otras tertulias y montamos una asamblea general de tertulias en el ateneo de Sants. Fue genial, pero los coordinadores, dejaron de convocarnos atendiendo una llamada del coordinador de cultura del ayuntamiento, preocupado por la fuerza crítica que había tomado dicha iniciativa. Los otros no supimos reaccionar o no nos dimos cuenta de lo que realmente sucedía. La cuestión es que la inicativa se vino abajo.
“Mi abuelo materno, un señor multimillonario, muy viajero y obsesionado con las artes y la filosofía, me ha influenciado mucho. No era un hombre convencional y cuando se arruinó -la industria del acero no le interesaba- le precintaron su palacete de Sitges y ni siquiera así perdió el humor. Se compró un Seat ochocientos cincuenta y metió los restos de sus antigüedades en una apartamento pequeño de Calella de Palafrugell en el que nos dejaba hacer de todo”. Y me muestra una foto viscontiana en la que se ve un apuesto matrimonio envuelto en sedas y tules en el Lido de Venecia. Este abuelo le despertó la sed por la lectura y la llevaba a Perpignan a ver películas prohibidas. “La primera película que me impactó de niña fue Mary Poppins. Me las arreglé para verla nueve veces en tres semanas”.
Marta estudió en el Sagrado Corazón bajo los cánones y valores burgueses que tan bien te resuelven la vida. “Cuando empecé Derecho y traicioné a mi abuelo con mi primer novio burgués que hoy tiene uno de los bufetes de abogados más importantes de la ciudad, mi vida estaba sentenciada. Me esperaba un matrimonio, un piso de trescientos metros, una casa en Llavaneras y unos hijos bien pijos. También me daba cuenta de que no quería convertirme en una mujer de celofán, necesitaba desarrollar el intelecto. Cuando mi novio me dejó, me cogió una depresión de caballo que curé trabajando diez horas al día con un agente de cambio y bolsa”.
Durante la firma de un crédito, Marta conoció a unos tipos de una productora, se enrolló y se fue a trabajar con ellos. Se compró unas gafas, una minifalda y dio de bruces con un mundo al revés, poblado de buscavidas y transgresores. Luego se topó con Enrique Viciano, que hacía cine, y le encargaron conseguir espónsores. En una semana obtuvo dos millones de Codorniu. La nombraron jefa de prensa y aprendió rápido. “Tuve suerte. Mi primera película fue Si te dicen que caí, de Vicente Aranda, con Victoria Abril, Antonio Banderas, Juan Diego Botto. En el Festival de San Sebastián me lo pase bomba, recuerdo unas juergas fastuosas, y aprendí mucho”.
En un pronto, Marta hace la maleta y se va a vivir a Madrid. Aterriza en una pensión de Tirso de Molina y entra en el universo de Pedro Almodóvar. “Era tan bestia ver cómo se negociaba en las fiestas, con uñas y navajas, que, tras montar mi productora con socios de allí, decidí volver a Barcelona y ordenarme la vida”. La Moños fue la primera película que produjo Bailando con todos. La película la dirigió una de sus socias, Mireia Ros, y ayudó a producirla Adolfo Domínguez. Se estrenó en Chicago y estuvo siete meses en cartel en los Verdi.
Llevamos un montón de copas y la risas ahogan las palabras. En la pantalla: el vídeo de un nuevo realizador. Entusiasmo, es un tipo a quien le va a levantar una película. Fijo, esta mujer es una hada que consigue lo más insólito.
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Otro de los nombres para integrar el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. En los últimos años produjo cinco películas, entre ellas El triunfo, basada en una novela de Casavella con el mismo título, y programas de televisión con su empresa PSE (ex Bailando con todos). Está trabajando una serie sobre la detective Petra Delicado, creada por Alicia Giménez Barlett.