Iván de la Nuez
Los padres de la Revolución no consintieron que sus hijos más aplicados la abrieran desde el socialismo hacia el glasnost. “Muchas de las cosas que ocurren en Cuba tienen que ver con el poco entendimiento de lo que se pedía desde el mundo de la cultura en la década de los ochenta, algo que tú conoces porque estuviste allí. Nosotros no pretendíamos una sociedad neoliberal. En aquella época no había un dólar sobre la mesa, nuestras discusiones eran de ideas, para nada de economía, pretendíamos abrir las relaciones entre arte e ideología y no estábamos contaminados por el capitalismo pues habíamos nacido con la revolución. Éramos el ‘hombre nuevo’ del Che”.
En un amanecer cálido y húmedo de 1991, en el aeropuerto José Martí, un joven de veintisiete años se toma su última cerveza en La Habana. Sabe que no podrá volver, que inicia un exilio que implica una tremenda incógnita. “Sentí que había traspasado un límite, que un peso me salía de dentro y empecé a flotar como un globo. Es cierto que dejas muchas cosas, pero el desarraigo es una forma elevada de libertad. Cuando un cubano se va, sabe que sólo puede ir hacia delante”.
Iván aterrizó en México y se quedó un año en DF colaborando con revistas latinoamericanas y esbozando con otros artistas exiliados una idea que va contra la ortodoxia castrista y la del exilio que vive en Miami. La de tender puentes dentro del campo de las artes visuales entre los artistas de la isla y los que viven fuera, pretensión que diez años después está cumplida y que el correo electrónico no hace más que consolidar. “A través del filósofo español Miguel Morey, obtuve una beca en la Universidad de Barcelona para actualizar el debate modernidad-posmodernidad en América Latina y me vine para acá. Ajoblanco fue la primera revista que me abrió las puertas, también Lápiz, en ellas cubrí la necesidad de seguir publicando. Al principio, mi vida cotidiana fue bastante chunga y trabajé en bares, hice publicidad para Otto Zutz y, años más tarde, di clases en la Universidad de Barcelona y en la de Girona. Nunca renuncié a escribir”. Sus libros: La balsa perpetua, Paisajes después del muro y, el último, Mapa de sal, que he leído con pasión.
A Iván, el primer no burócrata que llega a director artístico del ICUB, ¡qué extraño!, no lo conocí en La Habana cuando presencié en acalorados debates clandestinos el fin del sueño aperturista que protagonizaron los artistas e intelectuales de su generación, en el verano de 1990. Lo conocí al poco de su llegada a Barcelona y lo invité a participar en los debates de redacción de Ajoblanco en 1993. Recuerdo sus artículos: las dos lenguas, las dos islas, las dos culturas. También le presenté a Josep Ramoneda, quien estaba colgado de los países del Este de Europa y desconocía la realidad de América Latina, para que Iván pudiese realizar en 1995, a lo grande y en el CCCB, un espacio de convivencia entre las experiencias artísticas de los cubanos de la isla y las de quienes vivían en otras realidades. Aquel evento que congregó a doscientos artistas se llamó La isla posible. “Las posiciones iban desde las fidelistas hasta las anticastristas, pero en aquel encuentro creamos un territorio común que derribaba los muros impuestos. Y saltó la burocracia oficial cubana diciendo que aquél era un proyecto de la CIA, y la ultraderecha de Miami afirmó que era un proyecto tapado del Ministerio de Asuntos Exteriores cubano”.
La dualidad es algo que Iván conoce desde crío, cuando vivía con sus abuelos maternos en un pueblo pesquero y pasaba los fines de semana en La Habana rodeado de artistas. Su padre, René de la Nuez, es un artista plástico reconocido. “No soy hijo ni de Cambridge ni de Oxford, provengo de la educación colectiva que se impartía en los famosos internados de la revolución. El Estado suplía a los padres y convivías con gente de tu edad y con los profesores que no tenían más de dieciocho años a causa de la revolución reciente. Entré a los once años y salí con diecisiete. Si estudiabas por la mañana, ibas a las labores agrícolas durante la tarde. Esta fue mi formación hasta que entré en la Universidad de La Habana, donde me licencié en Historia”.
Los primeros ensayos los publicó en Casa de las Américas, en la Gaceta de Cuba y en la revista que publicaba el Instituto Goethe. También colaboró en Arquitectura viva y en Plural, de México. Y fue un activista intelectual que avivó acalorados debates en las galerías undergrounds que a partir de 1985 se abrieron en la Habana. “Fue la época de las movida de la artes plásticas, del teatro extraverbal, de los cantantes de la nueva trova como Carlos Varela, de la Perestroika y del Glasnost. Las autoridades estaban atentas a la apertura y varias instituciones nos apoyaron. Nuestros ensayos ya no eran marxistas ni estalinistas; mirábamos desde el postestructuralismo hasta cuanto ocurría en América Latina. También recuperamos a Lezama Lima. Fue una movida vital, intelectual y moral que pretendía derribar muros y que de pronto, cuando el poder se resituyó tras las convulsiones de la Unión Soviética, las autoridades castraron. En esta ocasión nos dieron el pasaporte y casi todos los protagonistas emigramos. En los noventa, las autoridades han aprendido que cuando hay dinero y puedes tener una cuenta bancaria en el extranjero, los artistas que viven allí limitan sus declaraciones. Y ahora, tanto los castristas como la ultraderecha de Miami, extremos que se autoalimentan, son como un parque jurásico perdido en un agujero negro de la guerra fría”.
Uno de los temas que más trabaja es cómo el arte contemporáneo ha filtrado todas las formas de identidad. “Siempre me ha interesado dejar claro que las identidades se construyen. Tú eres quien quieres ser, no quien la sustancia indeleble de los siglos dice que eres. El problema del multiculturalismo es que uno sólo es chino, negro o latino y no te deja ser varias cosas a la vez. El caribe en esto tiene mucho que aportar porque es transcultural, algo mucho más real que esa cosa zoológica del multiculturalismo”.
Iván, en la Virreina, no va de jefe, es crítico con la falsa democracia que soportamos y quiere horizontalizar las relaciones entre directores, comisarios, artistas y público. Cree que si el arte en Barcelona anda un poco perdido es porque la experiencia vital de los artistas es acomodaticia y no viven en el límite de lo posible ni en zonas de alto conflicto donde la creatividad es mayor. “Homero no se quedó en el patio de su casa”.
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Lleva muchos años como director de Exposiciones en La Virreina, donde ha sido el artífice de un giro hacia la imagen, diferenciándola de otros centros de la ciudad. Ha publicado el libro Fantasía roja (Debate) que ha sido mención especial en los premios Ciudad de Barcelona.