Quico Rivas y los Esquizos de Madrid
A partir del 15 de octubre, la Fundació Suñol de Barcelona presenta Los esquizos de Madrid. Una apasionada exposición sobre una de las corrientes que apostaron por el cambio de paradigma estético en los cruciales años setenta. Su elaboración padeció un montón de contrariedades por la muerte de su fabulador, Quico Rivas, en 2008, y la del catalizador del grupo, Javier Utray. El proyecto no quedó en el baúl de los recuerdos gracias al músculo de su nuevo director: Manuel J. Borja-Villell y el pasado 2 de junio se presentó en el Reina Sofía.
La muestra reconstruye el universo y las piezas de un grupo de pintores de distintas partes de España que, a partir de 1973, un acalorado debate sobre arte, vida y sociedad en el estudio madrileño del arquitecto, pintor y músico Javier Utray, con el que Quico Rivas, el anarcoalquimista de la pluma, el pincel y la mecha, mantenía una admiración remota.
Utray, el hilo conductor del grupo, era profesor de arquitectura, se consideraba heredero de Duchamp, poseía una inteligencia devastadora y estaba al día de las últimas corrientes internacionales. Utray reivindicaba, por ejemplo, la carga simbólica del ornamento en la arquitectura frente a la escuela de La Bauhaus. Entre charlas, viajes alucinógenos y experimentos, los esquizos encontraron la renovación desde la practica vital como método de trabajo. Iban a la contra de la abstracción absoluta que el intelectualizado grupo Trama presentó en 1976, en la galería Maeght de Barcelona. A partir de este momento el grito de guerra del gallego Carlos Alcolea, uno de los esquizos, fue: “Si la pintura está muerta, nosotros, necrófilos”.
Los esquizos, bautizados así por los componentes del grupo Trama, inventaron una figuración expansiva y moderna que combinaba el pop, Duchamp, el surrealismo daliniano, el psicoanálisis, el situacionismo, la tradición naif, los iconos de Walt Disney, el cómic, la poesía visual, el graffiti, el arte psicodélico, con la autobiografía propia. Así nació la nueva figuración madrileña en la galería Amadis de Juan Antonio Aguirre, a partir de 1972, y en las galerías Buades, Edurne y Vandrés, antes de que apareciesen los nuevos salvajes alemanes, la transvanguardia italiana y el nuevo expresionismo de Miquel Barceló.
Si Utray fue el poeta visionario que alentó al grupo, Luís Gordillo, veinte años mayor, fue maestro por vincular el mundo del pensamiento con el de la experiencia y el de la expresión estética. Su automatismo en el garabateo febril convertía cualquiera de sus piezas en un instante cosificado que puede ser modificado hasta que el pulso viva.
En septiembre de 1979 me instalé en Madrid con veintiocho años, tras dejar el primer Ajoblanco en Barcelona. Guillermo Pérez Villata, miembro fundamental de los esquizos, exponía en la galería Bandrés. Acudí a la muestra y reencontré al vivaz colaborador andaluz de mi ex revista: Quico Rivas. Era gaditano y siseaba. Sin preámbulo, me largó una apología apasionada de la biografía de Mata-Hari, escrita por César González Ruano, al que adoraba o emulaba con garbo andaluz. Quico sostenía que la pintura era un camino apasionante a través de los oscuros espejos de todas las tradiciones, tanto pretéritas como modernas, sin renunciar a ninguna, hasta que cada creador saque sus propias conclusiones. A la salida me regaló El pensamiento perdido, de Pepe Bergamín. Meses después, en casa de Pablo Pérez Mínguez –Luis y su primo Rafael pertenecían al grupo Esquizos- Quico me dijo: “Estas más amarillo que un canario”. Tenía hepatitis y tuve que regresar unos meses a Barcelona. De nuevo en Madrid, ya en 1980, me alquilé un apartamento en la calle Regueros. Quico y su chica se instalaron en uno frente al mío, en el mismo rellano. Meses después, creamos una editorial de libros. Puntual Ediciones. Nos hicimos colegas de por vida. Y creamos con Marisa Ares, Diego Lara, Mauricio D’Ors y Miguel Bose el libro EL. Precisamente estábamos maqueando el libro en el estudio del Viso del maravilloso diseñador Diego Lara, la radio estaba puesta cuando escuchamos la ráfaga de tiros del Congreso. Era el 23F. 1981. Hicimos más libros. Uno de Ramón Mayrata sobre la magia y Juan Tamariz por el que Quico Rivas sintió especial cariño. El Libro negro de la colza, de Jesús Infante. Novelas de Lourdes Ortiz y Nuria Amat. Un libro en cátala de Servía sobre Lluis LLach.
Por nuestros apartamentos de Regueros pasaban “todos” y de todo en las épocas más tumultuosas de La Nueva Ola y de la Movida. La electricidad de tanto proyecto compartido atravesaba los tabiques de nuestras casas colindantes y en el mismo rellano y nos arrastraba a saborear las interioridades filosóficos de Radio Futura, la erudición de Juan Manuel Bonet y Federico Jiménez Losantos, el alma de Alberto García Alix, las deliciosas palabras de Rosa María Chacel y Clara Janés, el mundo de Miguel Bosé… Me gustaba observar en su casa o en la mía cómo Quico corregía los guiones de La Edad de Oro, elaboraba los catálogos de mil exposiciones y lanzaba anzuelos a diestro y siniestro. La noche en que la galerísta Juana Mordó nos explicó sus años de París fue gloriosa.
En 2002 lo reencontré en el Museu de L’ Empordà de Figueres. Yo vivía cerca y me preguntó por la zona. Quico estaba convaleciente y, tras pasar unos día en mi casa del bosque ampurdanés, decidió instalarse en la zona. Durante cuatro años vivió en L´Escala, muy cerca de mi casa. Pasamos muchas horas juntos, paseando por el golfo de Roses, tramando conjuras. “Vida y arte son una y la misma cosa que sólo en la lucha cobra sentido”, me decía. O, “La verdad por delante sin sponsors”.
Un misterio. En su apartamento de L’ Escala vi como paría el proyecto de exposición que, seis años después, el más entusiasta coleccionista de Catalunya trae a su fundación. Pepe Suyol abre su casa barcelonesa a la nueva figuración madrileña, mientras siento más vivo que nunca el espíritu de mi amigo Quico Rivas.
PEPER RIBAS, a Quico in memoriam