José María Nunes. Jamás se sintió caballo en la carrera
Cuando hablamos de la denominada Escuela de Barcelona de los años sesenta, no podemos ignorar que el inspirador del grupo y su representante irreductible fue José María Nunes. Un ser venido de otro mundo, un mundo proletario que no buscaba glorias ni doble moral sino vivir una vida en libertad, así como desarrollar sus propuestas creativas pese a la incomprensión y el rechazo. Noche de vino tinto es la película manifiesto de los convulsos sesenta y despertó la admiración de Jean-Luc Godard y Alain Resnais.
Nunes se formó con el director Enrique Gómez y el productor Ignacio F. Iquino en el llamado cine negro barcelonés de los años cincuenta. En su cine, mantuvo fidelidad a los hallazgos expresivos a contracorriente que inspiraron su primera película en solitario, Mañana, (1957). Una película experimental envuelta de poesía que trata sobre las decisiones aplazadas hasta un mañana que no llega nunca, aunque sea por la timidez del sujeto, por temor o por falta de atrevimiento. Los personajes viven de noche, como en muchas de sus películas, creando un universo de ensueño poético, con imágenes llenas de significado y de sugerencias que no cachean la realidad, sino que la sobrepasan en busca de lo que permanece oculto dentro de cada personaje. «Busco la parodia de eso que llaman realidad».
El artista fue un anarco con vocación de maldito. Desclasado, entrañable, bebedor y gran conversador. Nunca se dejó llevar por lo convencional ni por la vanidad, ni siquiera cuando el Primer Ministro Portugués reconoció su labor cultural, imponiéndole una medalla en una recepción en el hotel Majestic de Barcelona, poco antes de su muerte.
En su cine, como en su vida, mandó la voluntad de experimentación y la capacidad de riesgo, con esos planos que se detienen en un rostro el tiempo que haga falta hasta conseguir expresar lo que ocultan las convenciones. O jugando con las sombras que bailan entre la luz y la obscuridad. O consiguiendo un resplandor que se pierde en la intensidad de un rostro, un paisaje urbano o el ambiente de la cantina en la que se refugian los personajes.
Su forma de entender esa creatividad que desnuda la belleza hasta dar con la entraña debiera ser faro de las nuevas generaciones, por su valentía, por su voluntad poética y por esa capacidad inventiva que arriesga e ignora los cánones estéticos impuestos por las modas y la propaganda.
Tuve la suerte de conocer a José María Nunes una mañana del 76, meses antes de la movida libertaria del 77. Fue en una librería heterodoxa de la calle Casanovas, Épsilon, fundada por Luis y Gloria, una pareja de librepensadores que desafiaban cualquier dogma, instaurando un espacio liberado que aún hecho en falta. Muchas mañanas poetas, libertarios, teatreros y alquimistas buscábamos encuentro y conversación entre montañas de libros raros recién llegados de las repúblicas hispanoamericanas o de Ruedo Ibérico. Aquella mañana, el poeta Leopoldo Panero surgió a media tertulia de entre una inmensa pila de libros heterodoxos, donde había dormido.
Nunes, tras la prohibición de Sexperiencies(1968), una película sin argumento, dispersa y aparentemente inconexa, había pasado algunos años sin dirigir por falta de productor y problemas de censura. Por fin había rodado Iconockaut.
Con una suavidad cargada de pasión contagiosa y un acento portugués que deslizaba una palabra con otra, contó que el censor había reconocido el interés especial y la hermosura del film, mas le habían exigido cortar algunas escenas del ritual onírico amoroso entre el publicista de izquierdas que se planteaba abandonar la ciudad y la hippie que ya vivía en la isla soñada. Por supuesto, el director se negó a mutilarlo. Lo que había hecho era vestir de desnudez a los actores bajo la mirada de la luna casi llena. Una desnudez psicológica que poco tenía que ver con el deseo físico y mucho con la poesía. «Yo no hago porno. Mi cine va dirigido a lo sensitivo, dejando en segundo término la información. Esta viene dada después, tras un proceso de reflexión del propio espectador. Es el individuo quien tiene que buscar la información sobre sí mismo a partir de una realidad. De aquí la dificultad de mis películas”.
Te envolvía con una mirada penetrante mientras hablaba de libertad, de anarquismo y de un cine que jamás se ha de rendir ante la industria. Algo que hoy, como entonces, se hace pero ni se publicita ni se distribuye. Nunes, me repitió en todas las ocasiones que me lo encontré, que el hombre cuando está limitado por unas estructuras legales que imposibilitan la creatividad no puede ser libre. Y que solo el hombre libre puede hacer un cine que sea arte, poesía y revolución.
Para José Maria Nunes el cine era una forma de expresar su estar en el mundo y nunca se consideró cineasta porque nunca dejó de inventarse y de experimentar. Su mayor destreza consistió en no ceder jamás ante nada que no fuera lo que él quería hacer. Siempre desistió de las subvenciones. «Lo más radical que he logrado: Con un presupuesto mínimo he sacado el máximo provecho. Hacer cine nunca me ha costado dinero. En eso sí soy un artista», le gustaba reconocer, mientras fumaba en pipa o jugaba con una Montblanc gruesa que un productor le había dado en pago a uno de sus trabajos. Siempre filmaba con película caducada y buscaba actores que trabajaran por pasión.
Cuarenta años después, sigue vivo en mi memoria el ejemplo de ese anarquista hijo de emigrantes del sur de Portugal, que llegó a Barcelona cuando tenía 17 años. No tardó en enamorarse de aquella ciudad artesana, cosmopolita, popular y despierta que ya no existe. Y se la pateó hasta el fin de sus días.
«Silencio, se rueda, el cine es una misa». Cuando tenía en mente un guión, le pedía a alguien que estuviese con él, que escribiera las ideas que él decía en voz alta, pura poesía, que terminaba de elaborar durante el rodaje. «La creación artística no es un acto mecánico; es una concentración que requiere una liturgia cargada de dinamismo para que consiga fertilizar ideas. Hay que volar con la cámara. Paseo uno y otro día, siempre elaborando, y me pierdo por callejas y por tascas antes de rodar. En mi cabeza siempre hago cine y pasear es una forma de lograrlo».
Un día quemó todos sus recuerdos de niño en la terraza de su casa del Carmelo, donde vivía con su mujer y sus hijos, los dos chicos músicos y las tres chicas, una física, otra bióloga y la tercera lingüista. Decía que resignarse es la mayor vergüenza para un hombre. No creía en la propiedad intelectual ni en la democracia tal como la conocemos. Hasta que pudo pagar en metálico, iba a la compañía de la luz porque no creía en los bancos ni en las tarjetas de crédito. Y de camino visitaba a dos de sus mejores amigos, Luis Andrés Edo y Mateo Seguí, con quienes tomaba un par de vasos de vino tinto en el bar más cercano aún sabiendo que el vino no quita las penas, aunque si exalta la capacidad de ensoñación.
Durante años, le obsesionó hacer un documental sobre las colectividades del Bajo Aragón. No lo pudo hacer por las dificultades técnicas que entrañaba. Para él, el anarquismo nunca era un adjetivo, sino el sustantivo que propicia el pacto entre iguales. “La sensibilidad anarquista crea instinto, crea intuición. El anarquista no quiere vencer, no quiere el poder. El poder es el juego del amo”.
Rodó su última película poco tiempo antes de morir. Un deseo largamente meditado, Res Pública. Donde un hombre explica su suicidio como manifestación de protesta por la época que le ha tocado vivir. Es una apología a la libertad que no consiguió alcanzar. La rodó con ironía, sentido del humor, sin prácticamente medios y con mucho arte e ingenio.
Cada dos de febrero, por su cumpleaños, invitaba a los amigos a una fabada, que regaba con vino, con palabras lucidas y con esa sonrisa socarrona que tanto le caracterizó y que muchos no olvidaremos jamás. Un ejemplo a meditar.